Magdalena Gómez viajó 968 kilómetros desde Bogotá hasta Santa Marta. El encierro generado por la cuarentena obligatoria- de cara a evitar la propagación de la COVID-19- la obligó a emigrar dentro de su propio país. Las paredes blancas de su apartamento, de 80 metros cuadrados, la ahogaban. Su estrés cada vez afectaba más su productividad laboral y la relación con su pequeño hijo. Bogotá es una ciudad fría, repleta de viviendas medianas y pequeñas y con pocos espacios libres de aglomeraciones. La naturaleza en la capital colombiana fácilmente podría pasar desapercibida ante los encierros obligatorios, el miedo por el contagio de COVID-19 y las obligaciones diarias.
En las ciudades más pequeñas y dispersas la situación y sensación de seguridad es diferente. La flexibilización en Bogotá se ha dado de manera progresiva; la economía prácticamente está reestablecida, pero el virus sigue y el miedo al contagio también.
Magdalena sigue con su familia en Santa Marta a pesar de que en la capital todo está casi normal. Asegura que la sensación de encierro la obligó a tomar la decisión de irse hacia la ciudad costera. «La conexión digital nos permite continuar con nuestra actividad profesional y académica. Tenemos, mi familia y yo, la posibilidad de seguir cumpliendo con nuestras responsabilidades, pero acompañados por la naturaleza y sin esa sensación de ahogo que tanto daño nos estaba haciendo».
Estar cerca del mar, a ella, a su esposo e hijo, les genera una sensación de bienestar, que habían perdido en Bogotá. Se siente segura de salir a la calle y cumplir con el distanciamiento social porque, efectivamente, hay pocas personas en los lugares que frecuenta.
La brisa propia de una ciudad como Santa Marta ayuda en esa sensación de que el virus y las famosas gotículas o aerosoles se van. «Sin duda en ciudades con menos gente y más naturaleza hay menos contacto con otras personas. Siento que ciudades como Bogotá concentran más posibilidad de contagio por las dinámicas de trabajo, del transporte urbano, el clima y la cantidad de personas que hay en y entre los espacios».
Visto desde la perspectiva psicológica, Rosangel Piña, Directora de Ebimeria y experta en psicología clínica y salud mental, asegura que la razón por la que las personas, en tiempos de pandemia y de encierros prolongados, buscan estar en lugares más abiertos, está asociado con la neurolinguística.
“Ante toda situación de crisis el cuerpo activa sus mecanismos de defensa y en ellos está la adaptación. De ahí la necesidad de que las personas busquen salir del espacio donde ocurre su vida normal para trasladarse a un lugar que mentalmente les genere un poco más de libertad, aunque sea visualmente. Todo campo que visualmente esté más abierto o sea más amplio, va generar una sensación de alivio, va a ayudar a la respiración y va a disminuir, en gran medida, el desarrollo de ansiedad o trastornos relacionado con ella”.
Explica Piña que las consecuencias del encierro prolongado pueden generar estrés postraumático; posibles dificultades para volver a generar relaciones sociales- pues se ha perdido la seguridad de la conversación cara a cara- y también se pueden desarrollar trastornos de agorafobia. Sin duda, asegura, las sensaciones que ofrecen los espacios abiertos, más aún cerca de la naturaleza, le permiten al cerebro recibir señales de libertad, tranquilidad y seguridad, porque la persona cambió de ambiente y porque tiene más amplitud espacial.
Así las cosas, desde el punto de vista de salud mental, hay más beneficios cuando situaciones que generan estrés- en este caso la pandemia- se manejan en espacios que generan más tranquilidad. Desde el punto de vista científico, entre menos gente se frecuente y entre más amplios y ventilados sean los espacios, menos posibilidad de contagio habrá.
No obstante, la recomendación será siempre mantener el autocuidado y la aplicación de las medidas de bioseguridad, bien sea estando temporal o definitivamente en la ciudad, en el campo, en la costa o en cualquier lugar.
Otra perspectiva de la situación
Las condiciones que, con la pandemia, ofrecen ciudades como Bogotá no son las más favorables. Una publicación hecha por revista Semana asegura que los buscadores especializados disponibles en Internet y las empresas inmobiliarias del país han notado un incremento en el número de búsquedas para compra o alquiler de vivienda en zonas rurales.
Según Catastro Bogotá y el portal Finca Raíz, las búsquedas en los municipios de Bogotá Región crecieron un 59 % durante la pandemia, lo que implica un mayor interés por vivir en municipios aledaños a la capital. Carlos Soto, gerente del Club Campestre El Bosque, ubicado en Silvania; Cundinamarca, le dijo a Semana que el cambio de mentalidad y las facilidades tecnológicas como el teletrabajo crearon una percepción social que da más importancia a lugares espaciosos cercanos a la naturaleza y al campo donde se puedan disfrutar y realizar las actividades que esta nueva realidad limitó.
Sin embargo y de acuerdo con estudio del portal Viviendo.co Bogotá continúa siendo la ciudad con los precios más elevados por metro cuadrado. A la hora de comprar un inmueble los costos oscilan entre 6,3 millones y hasta los 17 millones de pesos en barrios como Chicó, La Cabrera, el Nogal y Rosales. Pero, otros lugares como Cartagena, por ser una de las zonas más apetecidas por los turistas nacionales e internacionales, es la segunda ciudad más costosa a la hora de comprar vivienda, con valores entre los 8 y 10 millones el metro cuadrado en lugares como Castillo Grande, La Ciudad Amurallada – Centro Histórico, El Cabrero y el Laguito.
Según el DANE, de las cinco ciudades principales del país (Bogotá, Medellín, Cali, Cartagena y Barranquilla) es Cali la ciudad donde más cayeron los precios de vivienda nueva, exactamente -2,60%; mientras que Cartagena fue donde más subieron, con una proporción de 5,15%.
Los analistas vinculan la fuerte caída en los precios de Cali con la cifra de desempleo, indicador que en esa ciudad estuvo en 25,2 %. Aunque no es la más alta en el país, sí es la más alta entre las cinco ciudades principales.